En la columna de este mes en The Trendnet comento tres proyectos que se han difundido mediante redes sociales y que comparten el uso de piezas o componentes mecánicos para generar efectos poco convencionales en forma de dibujos.
Cuando ha transcurrido el tiempo suficiente, los sentimientos por las máquinas cotidianas afloran vívidamente y esas máquinas pasan a destacar como parte de los afectos. Recuerdo una presentación en la que el ponente ilustraba con un vídeo la evolución del teléfono móvil, y cómo la gente exclamaba "aaahh" y "oohh" al ver nokias de hace cinco, siete, diez años, como quien se conmueve ante un nido de pajaritos o una foto de un bebé que ahora es un hombre.
Tengo en casa diversos aparatos que en cuestión de nada han devenido cachivaches, trastos. Algunos los guardo porque no sé cómo deshacerme de ellos. Otros me pregunto realmente si vale la pena conservarlos hasta que asuman cierto estatus museístico y alguien más hábil que yo pueda intervenirlos. Ya he comentado anteriormente que la línea que separa la arqueología de la tecnología es sumamente fina, pues algo que funciona a todos los efectos (o al menos, a efectos muy básicos) puede no obstante descartarse. En cualquier caso, no desaparecen los altares, las veneraciones de andar por casa, los lares con tuercas y tornillos.
Los nuevos dispositivos suscitan devoción estética y adherencia funcional pero los viejos devienen, en las condiciones adecuadas, memoria y arte.
Adjunto además un par de referencias que creo pueden acompañar bien la breve columna:
- Arte con mucho artificio (Subasta de la máquina podrida de Brian Mackern), que escribí en 2004.
- Tecnologías de segunda mano: Fringe y los límites de la melancolía, de Miguel Ángel Hernández-Navarro, de 2011.